Te puede haber ocurrido con películas, con canciones o
incluso con algún poema o alguna novela, pero os aseguro que la primera vez que
lloras delante de un cuadro, tú eres quien más se sorprende. Para empezar
porque no entiendes qué te está pasando ni por qué te está sucediendo algo así justo en
un lugar tan inconveniente como un museo o una galería; pero por mucho que intentes resistirte,
PASA.
La primera vez ocurrió hace mucho tiempo, en 2003 exactamente. Una tarde
de principios de septiembre de aquel año, alguien y yo caminábamos por el
centro de Madrid, y a mí de repente me apeteció que entrásemos en el Museo
del Prado porque hacía tiempo que no lo visitaba. No tenía ni idea de qué
buscaba, supongo que sólo quería entrar y pasear tranquilamente entre obras de
arte; la cuestión fue que cuando lo hicimos, ocurrió algo que no nos
esperábamos: en la galería central del museo, la que se utiliza habitualmente
para las exposiciones temporales, encontramos una muestra dedicada al maestro renacentista Tiziano. Por entonces yo no sabía mucho de este artista y
sus pinturas; muy de pasada había visto alguna en el Prado y poco más, y lo
único que recordaba con exactitud sobre él, era que Carlos, un pintor al que conocí hace mucho, siempre decía que Tiziano era el mejor retratista de todos los tiempos.
Una de las primeras impresiones que tuve cuando nos adentramos en
la gran sala, fue la de que aquello parecía un acontecimiento social. Como
siempre, la última semana de una exposición, había atraído a multitud de
rezagados que paseaban por la galería central como quien mira los escaparates
en un centro comercial (cosa que no creo que sea necesariamente mala). Después
de comentarle este asunto a mi acompañante, la segunda sensación que tuve fue la de que
allí se estaba cociendo algo importante, y ponerme a mirar los cuadros de
Tiziano y descubrir su derroche de TALENTO, me confirmó que así era. Contemplando obras como El hombre del guante o El retrato de
gentilhombre me acordé de Carlos y sus palabras de alabanza, y pensé que si Tiziano no era el mejor retratista clásico,
debía de estar sin duda entre los diez mejores.
No sé qué resultaba más impresionante en cada retrato: si el
despliegue de técnica, la capacidad que había tenido para captar la psicología
de los protagonistas o que pareciese que éstos iban a tomar vida de un momento
a otro y a salir de los cuadros. De verdad que la calidad era tan buena que asustaba. Fue un rato después, cuando anonadada todavía por lo que había estado mirando, en el momento en el que menos me lo
esperaba, ella llegó como un puñetazo repentino para conmocionarme y
dejarme paralizada. Traída desde Florencia para esta exposición, situada en
medio de la galería, tumbada, sugerente y extremadamente hermosa, mi Venus de
Urbino hizo acto de presencia y el mundo entero se detuvo y dejó de existir
para mí. Creo que es imposible no enamorarse de ella a primera vista
y quedar absolutamente hipnotizada y fascinada con su belleza para toda la
eternidad...
A esas alturas del recorrido, yo ni sabía, ni tenía ninguna
intención de saber, dónde estaba mi acompañante al que hacía ya rato que había
perdido; estaba demasiado conmocionada como para ser capaz de interesarme por
algo más que no fuera la maravilla con la que me había topado: un cuadro que me
sonaba haber visto en alguna foto pero que no conocía en realidad.
No sé si la habéis visto alguna vez en vivo, pero os juro
que TANTA BELLEZA ES INSOPORTABLE. Creo que Tiziano logró confabular en esta Venus todos los
elementos para crear una obra sensacional capaz de dejar K.O. a cualquiera con o sin un mínimo de sensibilidad artística.
El tratamiento de la luz, los colores, la composición de la evidente pero a la vez sutil escena, el tamaño de la obra (190x165 cms), su erotismo, lo preciosa que es la protagonista, el resplandor que desprende... Todo en el cuadro es SUBLIME, perfecto... Parece estar hecho por un dios o algo así... Y yo, mirándolo, quería al mismo tiempo adorarlo, matarlo, contemplarlo eternamente, delirar en voz alta, admirarlo, babear y, por supuesto, LLEVÁRMELO; fueron terribles las ganas que me entraron de robar el cuadro... Fue entonces cuando empecé a marearme, a asustarme, a encontrarme físicamente mal; a mirar a mi alrededor hasta reparar en que uno de los guardias del museo me observaba dándome a entender que yo llevaba más de veinte minutos delante dela Venus y que sabía lo que me
ocurría.
El tratamiento de la luz, los colores, la composición de la evidente pero a la vez sutil escena, el tamaño de la obra (190x165 cms), su erotismo, lo preciosa que es la protagonista, el resplandor que desprende... Todo en el cuadro es SUBLIME, perfecto... Parece estar hecho por un dios o algo así... Y yo, mirándolo, quería al mismo tiempo adorarlo, matarlo, contemplarlo eternamente, delirar en voz alta, admirarlo, babear y, por supuesto, LLEVÁRMELO; fueron terribles las ganas que me entraron de robar el cuadro... Fue entonces cuando empecé a marearme, a asustarme, a encontrarme físicamente mal; a mirar a mi alrededor hasta reparar en que uno de los guardias del museo me observaba dándome a entender que yo llevaba más de veinte minutos delante de
Me hubiese gustado dar explicaciones a alguien, contarle lo que me
estaba pasando, chillar que ese cuadro TENÍA QUE SER MÍO porque me gustaba
mucho, y además pedir un médico. Fue horrible, eran verdaderamente intensas las
ganas que tenía de salir pintando con él; creí que me iba a volver loca de un
momento a otro.... En ese instante fue cuando empecé a llorar y me marché rápido
para no abalanzarme sobre la obra; además, para intentar consolarme, me dije que podía llevarme a casa un
póster.
En el año 1996, influenciada por un chico con el que salía en
esa época, empecé a leer novelas de Anne Rice, exactamente sus Crónicas
Vampíricas. En ellas, los vampiros protagonistas, suelen ser seres muy
exquisitos que además de la sangre, adoran el Arte. Muchas veces, en varias de
estas novelas, Anne Raice relata cómo alguno de los personajes se pone a llorar cuando admira alguna obra que encuentra sublime.
Esto fue algo que yo nunca comprendí cuando leía los libros y que me parecía
bastante cursi y ridículo, pero que empecé a entender a la perfección cuando
me pasó aquello delante de la
Venus de Urbino y posteriormente con otras obras de arte.
Años después de que el impacto sobrecogedor con el cuadro de
Tiziano me ocurriese, me enteré de que hay una cosa que se llama Pathos y otra
llamada el Síndrome de Stendhal, que vinieron a verter luz sobre aquel
acontecimiento desconcertante que tuvo lugar en el Museo del Prado, y cuyas definiciones
os dejo por aquí para que comprendáis y no os asustéis tanto como yo lo hice si
alguna vez os suceden.
Pathos es un vocablo griego relacionado con el patetismo.
Cuando se relaciona con lo artístico, se define como la emoción íntima que despierta
una obra de arte en una persona.
El síndrome de Stendhal es como se conoce al conjunto de
leves trastornos físicos y mentales que pueden
padecer ciertas personas especialmente sensibles cuando se encuentran ante obras
de arte o lugares que les causan
gran admiración o que por algún motivo tienen un intenso significado emocional
para ellos.
Se cuenta que en el año 1817, un escritor francés
llamado Henri-Marie Beyle, cuyo pseudónimo era Stendhal, viajó por Italia
para recopilar información de cara a escribir uno de sus libros. Durante una
escala realizada en la ciudad de Florencia, se interesó por visitar una buena
cantidad de museos e iglesias, y por admirar las innumerables esculturas,
fachadas, cúpulas, frescos y demás maravillas que abundan por toda la
ciudad. Dicen que extasiado ante tanta belleza, su corazón se aceleró, sudores
fríos comenzaron a correr por su cuerpo y una repentina sensación de angustia
acompañada de vértigos le obligó a sentarse de forma inmediata. Acababa de
vivir lo que posteriormente se conocería a nivel mundial como Síndrome del
viajero, Síndrome de Stendhal e incluso Síndrome de Florencia.
abril de 2014