Miré mis antiguos muñecos por última vez; simpáticos personajes que en el pasado adornaron y acompañaron mi infancia y formaron parte de la familia. Cuando volví a verles dispuesta ha realizar una “limpieza de vida”, después de haber estado años y años guardados, ocultos, olvidados en un armario, noté que mi forma de mirarles había cambiado. Al fijarme en ellos desde una perspectiva adulta, y tras haberme pasado media vida interesada en el arte contemporáneo, poco a poco parecieron convertirse en seres diferentes y pasaron de ser presencias amistosas a personajes amenazantes, desgraciados o reivindicativos. Sabía lo que estaba ocurriendo: mi mente los estaba reinventando, transformando... Como siempre que me sucede esto, me reí mientras aparecían frases o nuevos nombres para ellos y acabé fotografiándoles para editar más tarde las imágenes. Tras hacerlo me libré de los muñecos sin pena ni nostalgia. El resultado final de aquellas ocurrencias fue el siguiente:
Kiki, el gracioso y enorme mono de peluche que cuando yo era adolescente adornaba mi habitación sentado en un rincón, siguía siendo grande y simpático, pero esta vez me inspiraba una frase reivindicativa: NO SOY TU MUÑECO.
La entrañable Barriguitas de rasgos asiáticos a la que tantas veces había peinado siendo niña, en la actualidad me recordaba a una Pequeña Psicópata.
Y Charlie, el osito que me habían traído mis tíos desde Nueva York vestido con un elegante e impecable traje de chaqueta a rayas, se había convertido en un Pobre Chico al que le faltaba un ojo y parecía que estaba arruinado pidiendo en la calle.
